EL ZORRO DOMESTICADO

 




 

Como siempre que hago limpieza y reordeno un armario a fondo encuentro algo que, sabiendo que está, a veces echaba de menos. Hoy ha sido este libro, venido a mí como regalo en mi época de incipiente adolescencia de manos del que fue mi primer coqueteo serio y el que más huella —y eso lo indican las estadísticas y parece ser cierto— dejó en mi alma.

        Lo abro, lo acaricio, sonrío ante sus ilustraciones, paso las páginas por esta obra que, en aquel año que lo descubrí, mientras me convertía en una mujercita, me emocionó. Era uno de esos libros que sabes —si no se haya en tu poder— que existe, porque te hablan de él, y desde ese instante ya empiezas a quererlo, a desear tenerlo para descubrir lo que cuenta y llenarte con cada uno de sus párrafos, tal es el aura que lo acompaña. En mi caso cumplió su objetivo, y más aún en aquella edad donde el amor se vive demasiado intensamente y quien te lo ofrece, envuelto en un papel de seda con cinta a juego, es el chico con el que se sueña.

        Vuelvo a revisarlo, intento hacerlo con pretendida inocencia de quien no conoce su argumento, su trama. Pero es imposible…, y, aun así, sigue encandilándome.

        Yo también fui zorro domesticado igual que el que, como asegura uno de los personajes que más me impactaron, espera a su joven amo en un jardín de rosas anhelando que llegue la hora mágica para encontrarse con aquel al que aprecia y por el que rebaja su fiereza natural al mínimo para dejarse acariciar. Así mismo yo pasaba las horas muertas mirando al reloj, suspirando para que las manecillas dieran las seis de la tarde y poder acudir al sitio escogido como nuestro lugar secreto donde mi «príncipe», porque entonces él era eso para mí, aguardaba apoyado en la barandilla del paseo que separa la arena de la acera y, como chiquillos de quince primaveras que éramos los dos, lanzarnos a corretear por la playa y leer juntos el libro que me había transportado a un mundo con baobabs gigantes cuyas raíces son capaces de reventar un cuerpo celeste.

        Cuando las historias terminan, incluso esa, porque el final del estío apaga el romance —que comenzó en los albores de ese verano— y separa cuerpos y corazones más allá de ciudades extremas, volví a casa con este libro, su regalo, en la maleta, sintiéndome zorro domesticado —que ve a su dueño en cualquier campo de trigo dorado— o rosa que hiberna y dormita bajo cúpula de cristal. Así transcurrió mi tiempo, como zorro o rosa, más zorro que rosa, pues una década después supe que el que fue «príncipe» acabó por cumplir su destino para volar, finalmente, a su planeta lejano, ese que está vetado a los vivos.

        Llegados a la contraportada, y puesto que he vuelto a evocar por enésima vez lo que va parejo con cada una de las palabras de este libro, toca esconderlo. Guardarlo en el fondo de otro armario que esté pendiente de ser aseado para que, cuando llegue el día de reorganizar dicho ropero y vuelva a toparme con él, mediante ese artificio de quien halla algo por casualidad —que no es—, se instalen nuevamente en mi memoria los aromas de aquel periodo que fue dulce y grato.

        Eso haré. Eso es lo que he hecho desde entonces. Eso es lo que volveré a hacer una y otra vez.


FIN