* CORAZÓN

 

Contemplo sus ojos. Son grandes, almendrados, ligeramente rasgados, enmarcados con oscuras y tupidas pestañas. Curiosamente, en todo este tiempo que hemos convivido juntos, y que ha sido cerca del lustro, me ha resultado imposible concretar su color, y ahora que los tengo enfrente me ocurre lo mismo. Eso es porque son ambiguos o porque me engañan o porque mienten. A veces afirmaría que son grises, a veces verde azulados, del tono del mar helado que me ahoga. Podría mirarlos el resto de mi vida, sumergirme en sus hipnóticas aguas, hundirme hasta tocar el fondo arenoso y permanecer varada en ese abismo durante cientos de siglos. Por esa razón, precisamente por ello, hoy, esta tarde, no puedo sucumbir ante ésta que es mi debilidad y debo mantenerme alerta y severa conmigo misma.
  Él ha venido a la cita, como no podía ser de otro modo, para tomar el café, aderezado con una copiosa montañita de nata montada, que solemos pedir en este local, que ya es nuestro local, donde la vetusta mesa de roble envejecido y tatuado a punta de navaja con los nombres de otros comensales, nuestra mesa, nos acoge, bajo la sempiterna luz amarillenta, en el rinconcito preferido e íntimo que sabe de nuestras cuitas y secretos.
Le escucho. Como es de sólito viene desplegando ese cautivador atractivo que todavía en él prevalece. Me habla del trabajo, de sus puntuales intervenciones en las reuniones y conferencias celebradas durante esta semana, de un proyecto que tiene en mente y que de prosperar le catapultaría profesionalmente.
Manifiesto atención. Es lo que he venido haciendo en el último de los varios años en los que hemos compartido paredes y techo: escuchar, asentir y fingir interés. Habría sido inútil intercambiar opiniones o entablar una conversación distendida pues ya no me consiente que me exprese, y cuando, ingenuamente, en un arranque de confianza y optimismo lo he intentado, bien por amor propio o rebeldía, siempre ha basculado por encima la amenaza del desaire o de acallarme con su método radical y contundente. Por eso, hoy por hoy, prefiero ceder y mantenerme en el silencio cauto y protector que ha sido mi envoltura y mi coraza durante meses, incluso en esta tarde de osadía, pues ese mismo silencio, tildado de cobardía según él así lo aprecia, para mí no lo es sino un seguro de integridad que me resguarda y conviene. Nunca he sido heroína, no deseo serlo. Sí, en cambio, superviviente. Mañana ya me arrancaré este lastre de esclavitud por mí consentida y será otra la cantinela que me defina. De momento, en este instante donde aún todo puede quebrarse, no me libraré de ésta ya mi segunda piel de rendida oyente.
Pero me estoy distrayendo de mi principal cometido. Debo concentrarme en él, en el que ha sido mi amor, mi amante, mi compañero, mi idolatrada pareja. Tengo que aprenderme su rostro, la curvatura de sus mejillas, la perfección de cada una de sus imperfecciones que tanto me han hecho fantasear, sus labios, su sonrisa que es generosa cuando la esboza, el tono de su voz, sí, eso es importante, su voz, porque la olvidaré, lo sé. Así que me esfuerzo, trato de abstraerme de las otras voces de los clientes que abarrotan esta antigua y entrañable cafetería con solera, pertrechada de ventanales con vidrieras de colores, para alejarme mentalmente del bullicio que me rodea y conseguir aislarme, junto con mi amado, en mi círculo de sentimientos marchitos, activando cada uno de mis sentidos sobre su figura.
Parlotea. Desde el mismo día que nos presentaron fue lo que más me llamó la atención de su persona: su gran elocuencia. Y también aquella entrada en la casa de unos amigos comunes, y ¡cómo no!, la aparente inocencia y el asombro dibujados en su faz para, de seguido, tomarse inmediatamente esas licencias para conmigo confiándome, entre otras lindezas, sus aspiraciones y confidencias. Quizás, fue en esos preámbulos de pasión desatada donde cometí el primer error, mostrarme tan amable o sumisa, repitiendo dicho comportamiento en lo sucesivo con intención de agradar, porque creyó desde ese minuto que yo era así. Uno tiende a extrapolar la impresión inicial y presuponer que el susodicho en cuestión, ese con el que se habla en los albores de la amistad, es tal y como entonces se conduce. Y en eso está equivocado. Todos estamos equivocados. Incluso yo, pues yo también pensé que era gentil; y lo es, pero a su manera. Hay que dejarle espacio para sus asuntos y, en cambio, atenderle cuando él así lo requiere, con celeridad, con urgencia, dejando lo que una esté haciendo para primar sobre aquello que él exige. Así han sido las cosas. Pero eso cambia hoy.
¡Qué rico está este café! ¡Qué cremosa la nata! Lo echaré de menos. A donde voy no creo que lo hagan como aquí, parece una receta exclusiva, hay un ingrediente, al que no logro identificar, que le da un particular sabor. Casi todo lo que hacen y ofrecen es excepcional: pastelitos, confituras, infusiones especiadas… No sin razón enarbolan con orgullo patrio en el letrero del escaparate su año de inauguración, 1840, y por eso la gente, oriundos y los que no, acude en tropel a este emblemático comercio de té y café que fue, en sus tiempos de gloria, lugar de tertulias entre los grandes pensadores de esta ciudad, ya con los huesos bajo tierra.
Gesticula con las manos. En la muñeca izquierda lleva la cadenita de plata que le regalé por su aniversario con esa fecha grabada. Me gustaría sentir el tacto suyo una última vez, pero no cederé en mi anhelo. No caeré en la tentación de tocar el dorso de su diestra para que la aparte y me rechace como lo ha hecho las recientes veces argumentando excusas torpes y manidas. Queda lejos su última caricia, y más lejos aún la primera, aquella en la que los ojos de ambos nos brillaban de amor. En cambio, ahora… El cariño, el acomodamiento, la costumbre son tan malsanas como una enfermedad. Una vez que se instalan son difíciles de erradicar, por no decir imposible, y de eso sé ahora mucho.
Me pregunto qué soy para él, qué habré sido para él…, pero aparto estos pensamientos que me anudan la garganta. Corresponde no dispersarse, no distraerme de mi objetivo, pues no imagina que al alba me iré de aquí, que me marcharé sin decir adiós, que desapareceré sin dejar rastro, sin dejar una carta, ni una simple nota. Todo está ya listo y preparado. Tan sólo me falta cumplimentar un detalle, el que toca ahora, pues ahora es fundamental que, mientras le miro a sus ojos, que me han ahogado de amor en su mar helado, yo haga lo que tengo que hacer y es el recomponer, ante su magnética presencia, mi propia estima; probarme a mí misma en esta batalla singular, vencer a mi oponente y a mi flaqueza, sin que él note esta guerra interna, degustando, entretanto, estos deliciosos sorbos de café aderezado con una nube de nata montada.
Saboreo la bebida. Está caliente. Me hallo en paz. No pretendo romper el hechizo que en estos minutos circula entre los dos, no quiero llevarme otro agravio que trastoque el embrujo que en esta hora vespertina nos circunvala mágicamente. Por eso, como ya es natural en mí, guardo silencio, propiciando, de ese modo, una situación edulcorada que borre los recuerdos que, hasta bien poco, en mi memoria persisten amargos, y así crearme uno nuevo más grato.
Pero es curioso, hoy todo me es curioso. En esta mesita de roble envejecido con el frontal tatuado de nombres que me son desconocidos y que atesora las vivencias y la historia que entre nosotros ha pasado, a cada segundo noto que vuelvo a ser la que fui, aquella mujer cuya juventud y valentía arrebolaba mis facciones. Será porque hoy he sido yo, únicamente yo, sin influencias externas, sin la influencia de él, la que ha tomado una decisión, la decisión de no volver. Cuando acabemos este café, y será pronto, yo me iré. Él, confiado, creerá que mañana nos volveremos a encontrar en este mismo sitio como hemos pactado hacerlo de un mes para acá, justo después de que estallara la disputa entre los dos y sus palabras y actos me aniquilaran el alma. Mañana, al alba, estaré tan lejos que me costará imaginar que alguna vez anduve por las calles de esta ciudad desangelada, fría y lluviosa, tomando un café singular en un local de tanta alcurnia. Pero, en tanto llega tan magnífica coyuntura, procuraré recuperar esa dignidad que perdí durante estos años de sometimiento del que yo también soy culpable por ceder.
El gran reloj anclado en la pared principal del establecimiento marca la hora. Resuenan las campanadas con la melodía acostumbrada. He lanzado una rápida ojeada a su esfera. Es de esas maquinarias antiguas que todavía funcionan con precisión milimétrica gracias a una llave que manualmente le da cuerda.
Una camarera, ataviada con el uniforme característico de esta empresa, obvio en reminiscencias del siglo pasado, recoge los restos de vajilla de una mesa contigua. La miro y sonrío. Ella también me sonríe. En lo que ha durado un suspiro ha habido una estrecha complicidad entre las dos. Me conoce de otras tardes, de otros días, de otros años. Quizás comprende lo que entre mi pareja y yo nos está pasando pues ella ha sido un mudo testigo de mi desolación y tristeza.
El tiempo inexorable me reclama con insistencia que entre en acción. No puedo demorar lo que mi mente ya ha fraguado.
Lanzo un quejido. Es de resignación. Sin embargo, puedo afirmar, sin riesgo a equivocarme, que en este ratito, que no se me ha hecho largo, he memorizado los rasgos de mi adorado acompañante, sus ademanes, la caída de su flequillo escalado hacia delante e, incluso, su ambiguo color de ojos. Debo por tanto pensar que ya estoy preparada. No hay vuelta atrás.
Hemos terminado el café. La cucharilla descansa apoyada al lado de la taza que exhibe, como todas las de aquí, la grafía, que da nombre a este lugar, impresa con tinta color burdeos en la porcelana. Paso un dedo por el borde del platito. Alzo los ojos. Apenas he pronunciado palabra, solo un “sí” escueto y tímido que dudo haya escuchado. Fomento mi imagen ficticia de damisela doblegada para que no imagine que dentro de mí existe otra con el espíritu más guerrero.
Salimos. El frío gélido de esta urbe en plena estación invernal nos acuchilla la cara. Una endeble llovizna nos cala levemente y abrimos el paraguas. Me ajusto el pañuelo; él, por su parte, la bufanda. Mi amado me pasa la mano por el cabello, me lo revuelve mientras, a paso tranquilo, hombro con hombro, y agarrada de su brazo, caminamos por la acera. Hay gente en las calles pues no es todavía hora de búhos, aunque inevitablemente ya ha anochecido. Un perrito, muy lejos, ladra fuerte.
Él propone estar más tiempo conmigo, dar un largo paseo para, posteriormente, acercarnos a un restaurante y compartir una cena como en los viejos tiempos, pero yo me mantengo firme. Probablemente, si yo no tuviese las ideas tan claras, a lo mejor sucumbiría a sus deseos, desatendiendo, como he hecho siempre, los míos. Jamás le habría llevado la contraria. Pero en esta tarde que ya es noche, pues el sol ya se ha ido, mi voluntad está reconstruyéndose igual que un jarrón que se hubiera hecho añicos al estrellarse contra el suelo y, pacientemente, en la soledad de un hogar vacío, hubiese pegado los trocitos uno a uno. Así están ahora mi corazón, mi voluntad, mi dignidad, todo mi ser, a trocitos, pero pegándose. Por eso me niego, y me disculpo asegurándole que tengo cosas que hacer. Y no le miento, aún me queda guardar algunas pertenencias en la maleta. ¡Qué suerte que, por la última pelea, ya no vivamos juntos y nos hayamos separado físicamente, residiendo cada uno en su propia casa y en distritos diferentes! Sería violento que viera mi equipaje esperando al lado de la puerta.
Me abraza, quiere reconquistarme como otras veces ha hecho y yo así se lo he permitido. Se me humedecen los ojos, no he podido evitarlo. Soy consciente de que estoy justo en la antesala de la despedida, en la antesala de la huida, en la antesala del adiós definitivo. Él, en cambio, ni recela. Lo ignora. Debo sujetar las lágrimas, no mostrar indicios de que mi cabeza gesta un plan en el que él ya no cuenta.
Seguimos abrazados, sintiendo sobre mi frente su pecho, oigo sin rubor el latido de su corazón, noto sus brazos abarcándome. Podría estar así, tal cual, el resto de mi vida, acaparando su calor, nutriéndome de ese mínimo resquicio de amor para conmigo que todavía a él le resta: esa migaja de cariño que me concede y que a mí me llena tanto.
Él sabe que me tiene, que soy completamente suya, que, de alguna forma irracional, que ni siquiera yo comprendo, lo seré siempre, por lo que, lógicamente, ante tan dulce perspectiva, ya no lucha, no necesita pugnar por aquello que considera que es de su propiedad, es decir, yo, toda mi persona.
Ya hace bastante que es de noche. No es momento de claudicar.
Atravesamos el puente emblemático que une las dos partes de esta ciudad. Las farolas que lo escoltan en ambos lados iluminan el trayecto. Se detiene a la mitad del mismo. Me asomo. Abajo las aguas rebullen inquietas. Algo, un gesto mío, un simple mohín que no ha entendido le ha puesto nervioso juzgándolo ofensivo, y me eleva el tono para silenciar lo que considera atrevimiento. ¡Qué poquito han durado sus buenos modales! A la mínima retoma su admitido nefasto comportamiento. Agacho la mirada, sonrío enigmática, ya no me intimida, pero me muestro ante él como si capitulara. Aunque me habla prometiendo comedimiento, ya no le creo, pero asiento aceptando la regañina. Sus palabras de arrepentimiento se deslizan igual que jirones de seda al viento. No me conmueven. Ya no me conmueven. Debo tener mi corazón muerto. Aun así, le paso mis dedos por una de sus mejillas. Una muestra de mi perdón para que parezca sincero, una caricia leve, tan ligera como la brisa. Me toma esa misma mano, se inclina, me la besa. Escruto con ojos de acero ese porte caballeresco. Siento un ligero desprecio mientras le observo. ¡Qué maremágnum de sentimientos! El odio y el amor más profundo van parejos.
Vamos hasta la parada de taxis. Uno de ellos me transportará hasta donde ahora me refugio. ¡Qué gran fortuna que actualmente vivamos tan lejos el uno del otro!
Viene mi taxi. Él me quiere dar un beso que yo esquivo hábilmente para que tan solo se quede en un mero formulismo. Sigo a pies juntillas mi propio protocolo. Quizás, si consiento en ello y permito que su afecto me enternezca, flaquee mi determinación y me vuelva atrás en lo que pretendo.
«Hasta mañana» le digo. «Hasta mañana» contesta él.
Lo admito, en este instante juego en los lindes de la hipocresía, pero necesito que crea en esa mentira, pues me permitirá espacio y tiempo para la huida. Mañana, al alba, escaparé sin levantar sospechas. Cada hora me servirá para poner distancia, desaparecer, desintegrarme, desvanecerme como neblina en otra ciudad, en otra tierra, en otro continente, entre otra gente.
Mi auto arranca. He tenido el impulso de mirar hacia atrás, a través de la ventanilla, pero he resistido a ese capricho cerrando los ojos. Una lágrima me surca la cara, el dolor me agarrota el alma, siento que muero… Incluso ahora mismo ya le añoro, a mi amado, a mi enemigo.
Cuesta decir adiós. Cuesta volver a ser simplemente una mujer. Cuesta saborear la libertad.