* GENIO Y FIGURA
Galileo escogió el mejor de sus
atuendos. Quería causar una buena impresión ante el Tribunal de la Inquisición
que le había convocado para esa misma mañana.
Se sentía algo inquieto. No porque se
creyera culpable, sino a causa de que no estaba seguro de hacer comprender a
esa parva de hombres, que iban a juzgarle, de que sus ideas —por las que se
veía cuestionado y señalado— eran las correctas y no una herejía como así
apuntaban los rumores que le habían llevado ante tan grave situación. Si no se
andaba con cuidado, podría acabar en la hoguera.
En cuanto llegó y se puso frente al
escuadrón que dirimiría si era o no inocente, supo al instante que no tendría
ninguna posibilidad. A sabiendas de que sus elucubraciones y teorías eran
ciertas, ese hatajo de ignorantes emperifollados que le escudriñaban desde sus
acomodadas posiciones para juzgarle, ya lo habían sentenciado antes de siquiera
poder defenderse y exponer sus argumentos. No había nada que hacer.
Galileo sopesó las circunstancias. Lo
mejor, decidió, sería claudicar para al menos sobrevivir y poder continuar,
aunque fuera de manera solapada, con sus estudios.
No opuso mucha resistencia. No merecía
la pena.
Tras la exposición de faltas que le
incriminaban y el debate que siguió después, Galileo recibió el veredicto sin
inmutarse: encarcelamiento de por vida en la que era su casa.
—¿Algo que decir? —preguntó uno de los
jueces allí presentes.
—Que os den. —Respondió Galileo con
contenida serenidad.
Los jueces se miraron entre sí,
perplejos, sin comprender qué significaba aquello que el reo acababa de
pronunciar. Era una frase jamás oída con anterioridad, sin origen conocido.
Quizás era una expresión propia de los círculos en los que se movían los
estudiosos como Galileo. Pero ¿cómo saberlo a ciencia cierta?
—Maestro… —titubeó inseguro otro de los
jueces—, no entendemos qué ha querido decir. ¿Qué nos den?, ¿qué nos tienen que
dar?, ¿nos van a dar algo?, ¿cuál?... No nos deje con esa desazón, no podremos
dar por concluida esta vista si nos quedamos hechos un mar de dudas. Se lo
ruego, aclárenos qué nos tienen que dar.
Galileo los miró uno a uno. Sonrió para
sus adentros. Al fin y al cabo era un hombre práctico y adelantado a su tiempo,
y quería irse a su casa ya mismo. Les mentiría, por supuesto, para acabar con
esto cuanto antes. Abrió la boca para responderles:
—Bendiciones.
FIN