* EL HIJO DEL APÓSTOL
No podía fallar. Y no era cuestión de tener suerte, sino pericia. Debía golpear la bola blanca en el punto exacto y con la fuerza apropiada para que ésta se deslizase por el tapete, haciendo entremedias un giro extraño e inusual, hasta chocar con la otra bola, su oponente, y ésta a su vez con una tercera para obligarla irremediablemente a entrar en el hoyo. Si lo ejecutaba correctamente: ganaría la partida de billar y la enorme suma —una pila de billetes que aguardaban sobre la barra del bar estrechamente vigilados por el camarero— que le solucionaría con creces su problema más inminente. Si erraba: estaba perdido. El dinero, que por su parte él había puesto en juego y que esa mañana había sacado del banco —todos sus ahorros— para entregarlo al día siguiente ante notario con intención de saldar su deuda y evitar el embargo de su casa, se esfumaría, y con ello su forma de vida actual.
«¿En qué diablos estaba pensando para
apostarlo y arriesgarlo de esta manera?», se reprochó sintiéndose miserable.
¿Había sido cosa del destino que justo
tras abandonar la entidad bancaria se topase por casualidad con su amigo de
correrías, de su época de soltero, al que años atrás había perdido la pista, y
que ambos decidiesen de común acuerdo compartir un coñac para ponerse al
corriente de las novedades en sus respectivos ámbitos personales y
profesionales? ¿Tuvo algo que ver la providencia el que eligiesen, de entre
todos los establecimientos abiertos, al único de la zona que al fondo tenía
como reclamo una esplendida mesa de billar donde varios individuos de
apariencia poco recomendable disfrutaban haciendo sencillas exhibiciones de sus
aptitudes?... Y, ¿por qué aceptó el reto que le propuso aquel desconocido? ¿Por
qué no paró a tiempo y se marcho junto con su amigo cuando éste se lo aconsejó?
Acaso, tras varias horas, ¿no tenía ya suficientes partidas y copas encima?...
No había excusa que lo disculpase.
Afuera ya anochecía.
Notó el sudor exhalando copiosamente y
pegándole la camisa al cuerpo como si fuese una segunda piel. Lanzó una mirada
ansiosa a la bola blanca. Luego fijó su atención en la otra. Calibraba,
dibujaba la trayectoria mentalmente. Ésta era complicada, lo admitía. Una
parábola de esas que él consideraba milagrosas, prácticamente imposibles.
Quizás, solo su padre, que le había enseñado los secretos de este apasionante
juego siendo un adolescente y al que los entendidos apodaron «el apóstol» por
las maravillas que era capaz de hacer, tendría alguna oportunidad. Pero «el
apóstol», su mentor, no estaba aquí para usar el taco por él ni para guiarle…
Y, sin embargo, lograrlo era científicamente factible: la física, la cinética,
las fuerzas interactuando, los choques de los elementos implicados… Él,
únicamente, solo tendría que ser responsable de iniciar el movimiento. El resto
vendría por inercia.
Se irguió dudoso. No lo tenía nada
claro. Se pasó las manos por los laterales del pantalón para secárselas, pues
las notaba húmedas.
—Es para hoy —apremió el otro jugador,
de pie, mientras apuraba de un trago el whisky de su vaso. La socarronería
pincelaba el tono de cada una de sus palabras. Se sabía ganador. Echó una
ojeada al papel moneda apostado vaticinando que pronto, en cuanto ese novato
terminara su jugada de principiante, acabaría en sus bolsillos.
El hijo del «apóstol» asintió solo con
el gesto, intentando dominar los nervios, aparentando calma.
«No puedo fallar», se dijo.
Volvió a doblarse sobre la mesa para
iniciar la carambola.
El recuerdo de su hija pequeña, Laurita, le asaltó de
repente. La supuso en casa, terminando de cenar, con su esposa preguntándose,
alarmada, dónde estaría su marido o si le habría pasado algo malo.
Se le nubló por unos instantes la vista,
las lágrimas cegándole momentáneamente. Si perdía, su familia se quedaría en la
calle por su mala cabeza.
Tragó saliva, la boca seca. Respiró
profundamente. Se encomendó a su progenitor, ya fallecido.
Se decidió. No podía demorarlo más a
riesgo de empezar una trifulca contra su adversario con resultados poco
halagüeños. Si no acometía y terminaba la partida de una santa vez, la pelea
sería lo siguiente, y no tenía cuerpo ni espíritu para vencer al tipo y a sus
dos compinches a puñetazos.
El camarero, que estaba colocando las
botellas de diferentes licores en las baldas, dejó lo que estaba haciendo para
no perder detalle. El silencio era absoluto. Los que por allí pululaban se
acercaron tímidamente a la zona donde se disputaba el lance.
El hijo del «apóstol» golpeó con el taco
imprimiendo magistralmente el impulso justo. La bola blanca se movió exactamente
como había previsto, tocando las bandas donde lo había calculado y embistiendo
a la otra, y ésta a la siguiente, para meter a la que él quería en la tronera.
Sonrió. No daba crédito. Lo había
conseguido. La victoria era suya. ¡Increíble! ¡Impensable! ¡Los hados puestos
de su lado!... Murmuró una letanía de agradecimiento.
Los presentes aplaudieron con verdaderas
ganas reconociendo la valía del desconocido. Pocas veces los habituales a ese
local habían sido testigos de un espectáculo tan excepcional. Seguramente,
nunca más lo verían.
Dejó el palo apoyándolo sobre el tapete
y fue —caminando lento, procurando serenarse pues le temblaban las manos— a
tomar posesión del dinero que se había hecho merecedor y que esperaba
amontonado. El suyo, todavía en el sobre que le habían dado hacía unas horas en
la sucursal bancaria. El del contrincante, en fajos y revuelto. Hizo acopio del
mismo guardando parte en el bolsillo interior de la americana que en todo ese
rato había estado sobre el respaldo de una silla. El resto lo metió en una
bolsa que el camarero le había cedido para ello.
Se iba a casa. Con su mujer, con su
hijita de cuatro años.
—Doble o nada. ¿Qué me dice?..., la vida
es para los valientes y usted lo es…, ¿o estoy equivocado? —sugirió el
perdedor. Un cigarrillo le sobresalía de los labios. La boca torcida delataba
su rabia.
El vencedor, que ya estaba con la
diestra sobre el picaporte de la puerta listo para irse, se detuvo. Los ojos le
brillaron un instante. El pulso se le aceleró. La respiración: entrecortada. La
avaricia le tentó.
—De acuerdo —dijo mientras volvía sobre
sus pasos y se despojaba nuevamente de la cazadora—, la última.