EL HÉROE DE INVIERNO
Se acerca el invierno. ¿Dónde he escuchado eso antes?... Qué más me da mientras caigo a plomo por un descuido mío, lo confieso, o por creerme seguro y a buen recaudo en el alféizar de una ventana de un treceavo piso en la que pasaba la noche, gélida y fría —todo hay que decirlo—, resguardadito en un rincón y atrincherado por macetas tiesas y tan mustias como yo, escarabajo altanero e intrépido donde los hay, superviviente como pocos o casi ninguno ante estos inviernos crueles y desfasados de esta región que se ha vuelto inhóspita, y que iba de sobrado ante mis congéneres alardeando de un poderío ficticio y chulesco que en realidad no tengo. Pero ¿quién iba a imaginarse esto?...
El bobalicón de mi primo hermano me aseguró que él, que lo había probado en contadas ocasiones y con óptimos resultados, consideraba que lo más cauto para nuestra especie, y así mantenernos lo más lejos posible de los pajarillos ansiosos por engullir nuestras carnes prietas, era hospedarnos y pernoctar en las consabidas poyatas. Y lo reconozco, hasta esta mañana era tal y como él había dicho. Pero… yo estaba dormidito, señores, más congeladito que otra cosa, quietecito, sin meterme con nadie en la esquinita, ¡alma cándida soy!, amodorrado y relegando mi mente, que la tengo —aunque los humanos sostengan que no—, a fantasiosos sueños de gran insecto coleóptero, conquistador y trotamundos que había superado no pocas desventuras en un tiempo y estaciones que a los comunes de mi orden les está vetado catar, pues las temperaturas suelen ser poco propicias y cuando no, nuestro corto ciclo vital apenas nos facilita la longevidad necesarias. Por ello era considerado en la fauna como un Gengis Kan, mi cabeza puesta a precio…
No obstante… ¡qué mala suerte!... Apenas oí cómo subían la persiana, pues me hallaba en un estado de semiinconsciencia, y, tras unos segundos, un grito atroz. ¿Digo grito? No, miento, alarido terrorífico que me ha sobresaltado, aunque el frío mañanero me ha impedido ir más allá de otra reacción natural que intentar estirar las antenas. Un niño me señalaba, a mí, a este pobre pendón que lo único que pretendía era buscarse la vida, sortear la guadaña de la parca y labrarse un porvenir. Otro de los críos me ha llamado «bicho». ¿Se puede injuriar más? ¡Iros con viento fresco!... Pero lo peor estaba por llegar. Al chillido ha acudido la madre que con un «bah» —que me ha taladrado el pundonor por el tonillo de desprecio añadido— me ha arreado un manotazo lanzándome, por el impacto o por el rebufo, hacia el abismo por el que, en este preciso instante, transito.
Caigo, ¡diablos!, caigo, aunque ahora planeo zarandeado por la brisita… ¡Mis alitas, congeladas! ¡No responden! ¡No hay calor en mis miembros para reflotarlas! ¡Ay, la que me espera!… ¿Resistirá mi duro caparazón al choque contra el suelo? ¡Ay!... No me queda otra salvo gritar yo también, como los valientes: ¡¡¡¡¡¡Gerónimooooooooooo!!!!!!
FIN