Contemplo sus ojos. Son grandes, almendrados, ligeramente rasgados, enmarcados con oscuras y tupidas pestañas. Curiosamente, en todo este tiempo que hemos convivido juntos, y que ha sido cerca del lustro, me ha resultado imposible concretar su color, y ahora que los tengo enfrente me ocurre lo mismo. Eso es porque son ambiguos o porque me engañan o porque mienten. A veces afirmaría que son grises, a veces verde azulados, del tono del mar helado que me ahoga. Podría mirarlos el resto de mi vida, sumergirme en sus hipnóticas aguas, hundirme hasta tocar el fondo arenoso y permanecer varada en ese abismo durante cientos de siglos. Por esa razón, precisamente por ello, hoy, esta tarde, no puedo sucumbir ante ésta que es mi debilidad y debo mantenerme alerta y severa conmigo misma. Él ha venido a la cita, como no podía ser de otro modo, para tomar el café, aderezado con una copiosa montañita de nata montada, que solemos pedir en este local, que ya es nuestro local, donde la vetus...